Las palabras tienen algo especial. En manos expertas, manipuladas con destreza, nos convierten  en sus prisioneros. Se enredan en nuestros brazos como tela de araña y en cuanto estamos tan embelesados que no podemos movernos, nos perforan la piel, se infiltran en la sangre, adormecen el pensamiento. Y ya dentro de nosotros ejercen su magia.
La gente desaparece cuando muere. La voz, la risa, el calor de su aliento, la carne y finalmente los huesos. Todo recuerdo vivo de ella termina. Es algo terrible y natural al mismo tiempo. Sin embargo, hay individuos que se salvan de esa aniquilación, pues siguen existiendo en los libros que se escribieron. Podemos volver a descubrirlos. Su humor, el tono de su voz, su estado de ánimo. A través de la palabra escrita pueden enojarte o alegrarte. Pueden consolarte, pueden desconcertarte, pueden cambiarte.  Y todo eso pese a estar muertos. Como moscas en ámbar, como cadáveres congelados en el hielo, eso que según las leyes de la naturaleza debería desaparecer se conserva por el milagro de la tinta sobre el papel. Es una suerte de magia.
Como quien cuida de las tumbas de los muertos, yo cuido de los libros. Los limpio, les hago pequeños arreglos, los mantengo en buen estado. Y cada día abro uno o dos tomos, leo unas pequeñas líneas o páginas, permito que las voces de los muertos olvidados resuenen en mi cabeza. ¿Nota un escritor fallecido que alguien está leyendo su libro? ¿Aparece un destello de luz en su oscuridad? ¿Se estremece su espíritu con la caricia ligera de otra mente leyendo su mente? Eso espero. Pues estando muertos deben de sentirse muy solos.
Me pregunto si ellos también cometían errores. Errores no de tipo ortográfico de poner una palabra sin hache, o de comerse una eme antes de pe o be. Si no errores de imaginación, errores que luego cuando los lees, tienes dos opciones, o te ríes de ti mismo por la estupidez cometida, o te entran ganas de pegarte un cabezazo sobre cualquier superficie puntiaguda y rígida que te deje marca y te reprenda sobre lo que has hecho.
Yo cometo muchos de esos. Muchas veces he escrito A VER con el verbo HABER, pero ya casi no lo hago, me he corregido de muy diversas maneras crueles y he de decir que son eficaces (aunque no pienso desvelar cuales son.) También me ha ocurrido la repetición de palabras, aunque esa se soluciona muy fácilmente con el corrector de Word. O cosas del tipo que dan ganas de morirte porque después de escribir una parrafada más extensa que el Génesis, te das cuenta tras releerlo varias veces que eso no era lo que querías escribir, entonces te limitas a cambiarle el título, hacer un copia pega y dejarlo en la carpeta fea de borradores que piensas que alguna vez utilizarás en otra obra, pero que en realidad solo abres para guardar más y más de ellos.
Pero yo no hablo de esos errores. Hablo más bien de otros, de esos que se hacen en persona. Fiestas sorpresa que se te escapan delante del cumpleañero, o decir algo que te hace gracia delante de alguien a quien quizás le pueda hacer daño. Son errores de esos que te das cuenta de que los has cometido cuando ya la has cagado hasta el fondo. De lo que siempre dices, no voy a volver a hacer, o voy a intentar no pifiarla de nuevo, pero aún así, tu estúpido sentido de la solución te juega una mala pasada y vuelves a tropezar con la misma piedra una, dos, tres y mil veces si es necesario, haciendo que alguien a quien quieres se moleste, o que la persona a la que más amas, se canse de ti. Pero tú sigues en tus creces, te das cuenta de que no tiene solución, que siempre te vas a caer en la misma línea y te vas a golpear con la misma losa, porque ya te has percatado de que es un defecto interno tuyo, pero no porque esté dentro de ti, si no porque ya es parte de ti y no lo vas a poder corregir. El problema de esto es que tú no puedes hacer nada para pedir perdón a los demás. Tienes que esperar a que esa persona tome la decisión de perdonarte, de tomárselo a risa, o de simplemente dejarte.
Me gustaría ser uno de esos escritores. De esos que triunfan tanto, que tal vez eran homosexuales, pero que escribían como nadie, plasmando esos sentimientos que sentían a flor de piel. O de aquellos que tenían tan mal carácter que daban ganas de abofetearlos, pero cuyas obras son la viva representación de tu día a día. Esos críticos criticados por alguien que posee una idea opuesta a ellos y que por esa razón, se les oponen, sin darse cuenta de que lo único que han hecho, es poner las palabras de toda una nación en escrito.
También me gustaría ser biógrafa, porque siempre me ha interesado más la vida de los demás que la mía. Y no es porque sea una cotilla, es más bien porque mi vida es una mierda, un puro aburrimiento mortal, así que no me detengo a analizarla, la vivo como me sale del alma y me centro más en la de la demás gente. Me gusta escuchar, ya sea un relato divertido, que algo triste, que algo austero, que una mentira. Porque las mentiras también entretienen, son como pequeños cuentos con personajes reales, y además tienen diferentes puntos de vista ( lo que es verdad y lo que no, claro está.) Me gusta oír las desgracias de los demás, me encanta oírlas pero no por gusto, si no porque a veces viene bien saber que no eres la única a la que le pasan cosas malas.
En resumidas cuentas, a veces lo mejor es ser uno mismo, y no lamentarse por lo que se pueda cometer o quisieras hacer y no has hecho. Es feo quejarse de tu vida y aislarte, me parece mucho más  hermoso salir a la calle, y observar los rostros de las personas que pasan a tu lado, montarse un propio rol de cada ser humano caminante y sonreír. Sonreír y que haya alguien al otro lado de la acera que piense igual que tú y se crea que eres feliz.
Menudo imbécil, no sabe nada de mi vida. ;)